Dentro de unas horas hará exactamente un año en que estaba yo junto otras mujeres en una sala de parto, tratando de dar a luz a un niño que no sabía cuánto me cambiaría la vida. Más cobarde que todas las otras, eso sí.

A las 6:15 se deciden por una cesárea porque conmigo ya no había caso y ese niño tenía que salir sano. A las 6:35 me presentan a un niño amoratado por el tiempo que duró atascado en mi pelvis, pero con una mirada profunda, “de marinero”, como me dijo su padre un día. Le di un beso y se lo llevaron.

Yo estaba más asustada de la manera en que cambiaría mi vida desde entonces, que feliz de tener un bebé, lo confieso. Todavía cuando lo vine a tener en mis brazos yo no sabía cómo debía sentirme. Pero el amor surge naturalmente, y para mí, como para la lechuza, ese es el niño más maravilloso (ay, de quien de lo dude) y el más bello que hay sobre esta tierra.

Me faltan muchas otras cosas para ser un ser humano pleno. No niego que todavía me siento sola. Pero tengo a alguien que me espera con ilusión cada día, que se alegra de verme llegar a la casa, cuya primera acción al abrir los ojos es pegar un salto y sonreírme. Y eso cambia radicalmente mis días.

Hoy mi niño cumple un año de vida, y yo cumplo un año de ser “mamá”.